Basta con dirigir la mirada a través de la ventanilla del tren hacia el exterior para observar cómo se materializa el éxito y la riqueza en el Silicon Valley: casas monótonas pero modernas con jardines cuidados y piscinas exteriores. Cerca de Palo Alto, donde tuvo su comienzo la revolución de los microchips y los ordenadores, aparecen ante mis ojos coches de la marca Tesla con los vidrios polarizados y jóvenes con ropa elegante que se desplazan a toda velocidad con sus escúteres eléctricos.
Hoy, este valle no solo se caracteriza por la profusión de “unicornios”, es decir, empresas emergentes valoradas en más de mil millones de dólares, sino que también es la sede de tres de las cinco principales empresas tecnológicas del mundo: Alphabet (propietaria de Google), Apple y Meta (propietaria de Facebook). Sin embargo, no todo el mundo se beneficia de la riqueza que generan esta clase de empresas.
Varias caravanas se encuentran estacionadas a lo largo de la carretera bien mantenida que rodea la Universidad de Stanford, una de las más ricas y caras del mundo. Al atardecer, enteras familias, que no pueden permitirse los prohibitivos alquileres del valle, vuelven a sus casas sobre ruedas. Algunos de los campistas se ganan la vida vendiendo comida en el campus, otros trabajan como fontaneros o empleadas en una de las empresas tecnológicas. Muchas de estas personas emigraron a Estados Unidos y no se parecen en nada a Mark Zuckerberg o Steve Jobs.
“Es una idea equivocada pensar que solo los Zuckerberg representan el Silicon Valley. Nosotros nos dedicamos justamente a combatir este tipo de obcecación”, me cuenta Fred Turner en su despacho del departamento de comunicación situado en el cuarto piso de la Universidad de Stanford. Es gracias a estos trabajadores y trabajadoras que el imperio de las grandes tecnológicas está en pie y funciona día tras día.