Quince minutos antes de la final, la lluvia caía sobre París.
Los organizadores abrían el libro de previsiones y el meteoro indicaba que seguiría lloviendo, al menos un ratito más. Así que se tomaba una decisión única: se cerró el innovador techo retráctil de la Philippe Chatrier.
Por primera vez en la historia de Roland Garros, la final se jugaría a cubierto.
Ya era oficial: esta es la edición más extraña de todos los tiempos. El frío humedecía la tierra, que envolvía las bolas, ahora más pesadas, y no botaban como lo hacen en el verano. La lluvia repiqueteaba sobre la lona superior, que hacía de paraguas. Escaseaba el público. Es otoño. Cuatro serbios con uniformes azules entonaban un canto popular en un descanso, tras el primer set.
Djokovic ni se los miraba.
Todo era muy raro.
¿Y qué hizo Rafael Nadal (34)?
Adaptarse y multiplicarse: en el Roland Garros más extraño de la historia, el balear sometió a Novak Djokovic (33): 6-0, 6-2 y 7-5, en 2h41m.
Lo hizo castigando al número uno con una determinación imprevista, se diría que violenta. Le expulsó de la tierra batida, de París, y así determinó la realidad de las circunstancias: Djokovic será la primera raqueta del circuito, pero en el Bois de Boulogne manda Nadal.
¿Cómo, si no, procesar la contundencia de los datos?
Trece títulos suma Nadal en París. Nadie ha ganado tantas veces un grande. Aquí se ha adjudicado cien partidos, y solo ha cedido dos. Y ya ha alcanzado los veinte Grand Slams, tantos como Roger Federer, algo que, el balear dixit, le importará a muchos, que no a él.
–Ese dato os interesa a vosotros, y lo entiendo. Pero yo vivo en mi propia realidad. Cuando toda esta historia acabe, ya lo hablaremos –contaba a los periodistas días atrás.
Djokovic no lo ve igual.
Vive apresado por los números y por sus propias circunstancias. Ha llegado tarde a la fiesta de Nadal y Federer y esa certeza le agobia. Le agobia su esencia, la necesidad de sentirse querido, su compleja personalidad y su entorno.
En la víspera, Goran Ivanisevic, el segundo entrenador del serbio, insistía en que su chico era el favorito:
–Sé que me la juego mucho diciendo esto, pero Nadal no tiene posibilidades.
Djokovic tardaba 55 minutos en ganar su primer juego. Para entonces, ya había perdido el servicio en tres ocasiones, tres veces seguidas. Pasarían 34 minutos más hasta que se apuntaba el segundo.
(…)
A esas alturas, Djokovic ya se quería ir de la Philippe Chatrier.
Desde luego, el serbio nunca se hubiera imaginado que el escenario, gélido, semivacío y húmedo, iba a convertirse en una cámara de torturas. Nunca había sido capaz de entrar en el partido. Nadal se lo prohibió.
La exhibición del balear fue perfecta, coral –de todo su equipo, como él mismo recordaba en su discurso de despedida–, acorde a su progresión en este torneo: ha ido creciendo partido a partido, elevándose en cuartos, ante el prometedor Sinner y hallando nuevos recursos en la semifinal, cuando tumbó a Schwartzman.
En la final, su tenis alcanzó límites insospechados.
Lo hizo tras haber analizado cada una de las armas del serbio, un martillo ante cualquier rival –Djokovic no había perdido un partido en todo el año, exceptuando el pelotazo a la jueza que le expulsó del US Open–, que se veía empequeñecido e incluso caricaturizado. Cada uno de los inventos de Djokovic recibía una respuesta del balear: no cundían las dejadas del serbio, ni los globos, ni las voleas, ni el revés paralelo. No ganó un punto gratis. Cometió 52 errores no forzados (por 14 de Nadal).
Vio cómo se le escapaban jugadas que poco antes él mismo, y también la concurrencia, había dado por ganadas.
Nadal fue infranqueable.
Se anticipó a las dejadas –“las dejadas no cansan a Nadal, aunque Djokovic abusará de ellas porque la bola no bota”, contaba Francis Roig, técnico de Nadal, en la víspera–, defendió golpes imposibles, exprimió el revés cruzado y nunca regaló un golpe.
El balear galopó en el Bois de Boulogne.
Se montó a hombros del serbio, cuya reacción en el tercer set, aunque digna, llegaba tarde.
Djokovic sigue endeudado con París. Suma 17 grandes títulos, tres menos que Federer y Nadal. Sin embargo, apenas uno de ellos lo ha logrado en el Bois de Boulogne, territorio que no consigue domesticar, ni siquiera en otoño, ni cuando llueve, ni cuando hace frío, ni cuando la pandemia recorre alegremente los bulevares y desertiza la Torre Eiffel, hoy envuelta entre mamparas transparentes, imposible escalarla.
Hoy, aquí manda Nadal.
(La Vanguardia)