El empresario Diego Brito, de 33 años, sale satisfecho de la galería de tiro tras disparar 50 balas con su Glock. El brasileño va todas las semanas a practicar con alguna de sus 12 armas de fuego. Su pasión y las compras han ido aumentando tanto con los años que este mes ha adquirido tres más. “Pero no crea que salí con ellas de la tienda. Tengo que esperar todos los trámites. Las recibiré dentro de cinco meses por lo menos, a veces tarda hasta un año”, asegura en el club de tiro Black Beard, uno de los mayores del estado de São Paulo. Queda en Salto de Pirapora, una ciudad entregada al presidente Jair Bolsonaro.
Las tres compras “son armas largas, del calibre 22, el tiro más agradable”, dice mientras recrea el gesto de apretar el gatillo como si saboreara el instante. Brito se gana la vida fabricando puñales militares para unidades especiales de las fuerzas de seguridad. Pero explica que, puestos a necesitarlas ante un agresor, prefiere las armas de fuego porque “defenderse con un cuchillo o un martillo es muy sucio”. Las pistolas permiten mantener la distancia. “No necesito disparar, me basta con empuñarla”, remata.
Los aficionados a las armas de Brasil están de enhorabuena ―y el negocio en clara expansión― desde la llegada del militar retirado al poder en 2019. Ya lo proclamó Bolsonaro en una reunión con su gabinete. “Quiero ¡que el pueblo se arme! ¡Es la garantía de que no va a aparecer un hijo de puta para imponer una dictadura aquí! ¡Qué fácil es imponer una dictadura!”, vociferó en una intervención que dejo a Brasil boquiabierto y horrorizados a los que vieron un llamamiento a organizar milicias armadas frente a decisiones impopulares de adversarios.
Con un alud de cambios legislativos, el ultraderechista ha cumplido su promesa electoral de facilitar el acceso a las armas de sus compatriotas. Brasil, que tenía una ley modélica de control de armas, aunque mal implementada, que aprobó Lula da Silva al inicio de su mandato, se aleja del modelo europeo y se acerca a Estados Unidos. Las ventas de pistolas, fusiles, etcétera se han disparado hasta casi triplicarse en estos dos años. Si el año de la victoria electoral de Bolsonaro se registraron 50.000 nuevas armas, este 2020 se inscribieron 130.000 hasta octubre, según datos oficiales. La aceleración registrada en este bienio se añade al incremento gradual desde las 22.000 vendidas hace una década.
Ahora han aumentado, además, las licencias, más personas pueden salir de casa con un arma, pueden poseer más piezas, comprar calibres más potentes, más munición y ahora deben renovar el permiso a los diez años, no a los cinco. Los impulsores de la fiebre de compras son ciudadanos que crean o amplían un arsenal.
Esa efervescencia en el sector se nota a primera vista en este club de tiro que Newton Ramos Publio, de 54 años, abrió hace seis años. Está ampliando el local, que también es escuela de entrenamiento, porque el negocio va muy bien. Sus 16 empleados atienden a 3.000 socios ―incluidos los dedicados al tiro deportivo— en unas instalaciones en medio del campo, a cien kilómetros de São Paulo capital. Un lugar con pub, tienda y varias galerías de entrenamiento donde el jueves pasado se veían tiradores solos, amigos o parejas practicando, pero casi ninguna mascarilla.
El empresario, que se define como conservador, de una derecha moderada, armamentista y patriota, hizo campaña por Bolsonaro y está encantado con su gestión en general, no solo con el capítulo armamentístico. “Solo soy radical ante las leyes y las buenas costumbres, no tolero que se rompan”, dice este antiguo jefe de seguridad de una multinacional alemana que considera el Código Penal demasiado blando. Su discurso gira en torno al “ciudadano de bien” en un entorno hostil.
Publio atribuye el espectacular incremento de armas en manos de los brasileños al impulso de Bolsonaro, pero lo encuadra en un problema crónico. “Los altos índices de delincuencia” son, afirma, los que impulsan a gente como su clientela a armarse para defender a sus familias y su patrimonio. En ningún otro país del mundo, guerras al margen, tantos ciudadanos matan y mueren violentamente. Brasil es un inmenso mercado de armas ilegales con grandes territorios dominados por el poderoso crimen organizado y múltiples rutas del narco.
Son más de un millón de brasileños con licencia de armas legales. La mitad, policías militares y soldados, según los datos recopilados por el Instituto Sou da Paz. El conjunto de normas que regula la compra y posesión es barroco. Proliferan las particularidades. A grandes trazos, los miembros de las fuerzas de seguridad pueden comprarlas con menos trámite que los civiles y tenerlas en pocos días. Entre el resto, la mayoría son tiradores aficionados como Brito, que pueden adquirirlas pero con controles más estrictos. Por eso deben esperar varios meses para recibir el último juguete; como novedad, pueden ir armados de su casa al club de tiro. Y una minoría son fazendeiros que las poseen para defensa personal; tienen vetado sacarlas de sus propiedades. Normas enrevesadas como casi todas en Brasil. Todos deben pasar por el psicólogo y no tener antecedentes.
El empresario del club de tiro repite uno de los mantras de los defensores de las armas en todo el mundo: “Es obvio que con más armas, con ciudadanos bien preparados… todo eso de manera regulada, la tendencia es a que disminuya la criminalidad”, explica junto a parte de su arsenal: una Glock austriaca, dos fusiles Taurus brasileños y una escopeta turca.
Melina Risso, experta en seguridad pública del Instituto Igarapé, discrepa. Recalca que “la ciencia nos muestra que, si existen más armas en circulación, aumentan los homicidios”. La especialista sospecha que la flexibilización que impulsa Bolsonaro ha influido en que, pese a que la pandemia vació las calles, los asesinatos hayan aumentado un 6% en el primer semestre. “Lo que necesitamos entender es cuánto ha influido”, explica la académica.
Bolsonaro, que cimentó su carrera sobre la defensa de los intereses corporativos de la tropa de la policía y las Fuerzas Armadas, tiene en este colectivo una compacta base electoral. Con este presidente, los uniformados o reservistas han ganado mucha visibilidad y poder con cargos electos y gubernamentales. En paralelo, los colectivos proarmas hacen más ruido. La académica del Instituto Igarapé precisa que “son una minoría radical” porque, según las encuestas, dos tercios de la ciudadanía rechaza facilitar el acceso a los brasileños a pistolas o fusiles. En esa línea, el Supremo, el Congreso y la sociedad civil han logrado frenar en cierta medida el esfuerzo del presidente -él mismo aficionado a disparar— para que su país se parezca a ese Estados Unidos donde la presencia de las armas es cotidiana. “Lo que está haciendo (Bolsonaro) al aumentar la capacidad de la gente de comprar armas y munición es muy peligroso. Un grupo radical está acumulando un arsenal”, lo que, para Risso, supone “minar el Estado democrático de derecho”.
Practicar en el Black Beard es gratis para los policías y militares. Una política que, según el propietario, nada tiene que ver con las relaciones públicas. Lo hace por compromiso social, porque unas fuerzas de seguridad mejor preparadas son buenas para el conjunto de la sociedad. Y recuerda que a diferencia de Estados Unidos o Europa, donde los agentes dedican sus horas libres a descansar, cuidarse o hacer ejercicio, muchos de sus homólogos brasileños, explica, trabajan como guardas de seguridad privada para llegar a fin de mes. Cobran poco y tampoco están sobrados de autoestima, sostiene.
El dueño del club de tiro se fue hace unos días a la comisaría de la ciudad, Salto de Pirapora, para llevar un regalo. Dos pistolas de nueve milímetros para sendos policías que se enfrentaron a criminales que pretendían secuestrar a un vecino. Publio está en campaña para ser alcalde en las municipales de noviembre. Compite en terreno fértil para su discurso armamentista porque Bolsonaro aquí sacó más del 70% en las presidenciales.
La firma presidencial también posibilita que, desde mayo, se pueda comprar en una tienda un fusil de calibre 7,62. Cuesta unos 14.000 reales (2.000 euros, 2.500 dólares). “Hemos vendido unos 650”, explica al teléfono Clovis Aguiar, propietario de Isa, en São Caetano, el primer comercio autorizado. Aquí también hay una espera para llevárselo. Pero los primeros compradores ya tienen su fusil en casa.
(El País)