Honduras se ahoga

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Algo tan tonto como ver llover en el trópico en el mes de noviembre es una punzada en el estómago de Luz Marina. Desde hace dos semanas, esta abuela de 75 años ha empalmado todas las definiciones posibles de llover sin parar: borrasca, ciclón, tormenta, depresión tropical…

Pero cuando cae la noche, dice llevándose las manos a la cabeza queriéndose arrancar los pelos, llega el peor momento. Son las horas en las que da vueltas sobre la colchoneta escuchando el agua mientras se forman charcos color chocolate a sus pies. Ha perdido todo lo que tenía y lleva dos semanas durmiendo sobre el barrizal en un colchón prestado a las afueras de San Pedro Sula (Honduras), donde se come en silencio sus ataques de pánico. Después de todo eso, que el cielo, al que todos los días Luz Marina Reyes dedica puntualmente varias horas de oraciones, siga arrojando agua, es un acto cruel.

Desde hace 20 días, Sula ha pasado a ser un valle anegado donde la población se convirtió en indigente de un día para otro. Decenas de miles de familias, que el mes pasado trabajaban en la venta callejera, cosiendo ropa de marca en las maquilas o cortando plátano y palma africana en las plantaciones, comen ahora de la caridad, visten con ropa regalada y tienen como rutina del día hurgar en el barro acumulado en sus casas para rescatar algo: el tanque de gas, una silla, el garrafón.

El corazón industrial de Honduras, si es que cabe ese nombre en uno de los países más pobres del continente, quedó arrasado tras 20 días consecutivos de agua, viento y barro de los huracanes Eta primero y Iota después. Lo que antes eran modestas calles de precaria iluminación y saneamiento se han convertido en ríos marrones que entran en el salón de casa y en los que flotan refrigeradores, televisiones, sillones o perros y vacas hinchados como globos después de varios días en el agua.

“Mire como tengo las manos”, dice Yésica Varela, de 40 años, comadre de Luz Marina, mostrando el sarpullido de las palmas. “Todas llenas de comezón de rebuscar en el lodo”, asegura avergonzada. “A veces me pregunto de qué sirve que me esté pelando las rodillas rezando para que nos pase todo esto”, dice abatida. Cada día se acuesta junto a sus vecinos de la colonia Jerusalén en un colchón junto al que ha puesto todo lo que salvó en las dos horas que tuvo para salir corriendo cuando los ríos Ulúa y Chamelecón se desbordaron. Una bolsa con algo de ropa, un álbum de fotos, un trofeo de su hijo y una Biblia. “Solo quiero irme de Honduras”, repite sentada en el colchón.

Su historia es la misma repetida por los casi dos millones de personas que viven en el valle de Sula en colonias como Rivera Hernández o la Planeta o municipios como La Lima de casi 500.000 habitantes. “Con la primera llena (inundación de Eta) el agua llegó hasta las puertas. Cuando me llegaba a la cintura fui a casa de unos vecinos que tenían dos pisos y allí pasé dos días. Perdí todo lo que había en la casa. Cuando estaba en la limpieza, a la semana siguiente, llegó la segunda llena y el agua subió hasta el techo. Pasé cuatro días en casa de mi vecina y desde entonces estoy bajo este plástico”, recuerda mientras observa cómo sigue lloviendo y una “tercera llena’’ vuelve a cubrir de barro lo que queda de su vieja casa.

Un huracán es un desastre extraño. No hay sangre, no hay muchos muertos -unos 300 en todo Centroamérica – y no tiene la espectacularidad del volcán o el terremoto. Sin embargo, el efecto aniquilador de Eta y Iota ha afectado al 40% de la población del país causando un daño solo comparable al Mitch en 1998. A la crisis nacional en la que estaba sumergido el país antes de los huracanes se suma que de San Pedro Sula salen periódicamente las caravanas de migrantes que tanto espantan a México y Estados Unidos, lo que convierte la catástrofe en una onda expansiva de dimensiones internacionales.

Las cifras no dejan lugar a la duda. Los huracanes han afectado a más de cuatro millones de personas, decenas de miles de casas están destruidas, se han perdido fábricas y todos los cultivos, se han desgajado decenas montañas y 110 puentes y 267 carreteras han quedado dañadas o directamente inservibles. El principal aeropuerto del país, el de San Pedro Sula, está bajo el barro y todavía hay casi 300.000 personas incomunicadas. Según el Banco Central (BCH) la economía caerá este año un 7,5%, pero tras el paso de los huracanes caerá otros tres puntos más. A un Estado quebrado se suma la parálisis de la empresa privada. El sector productivo de San Pedro Sula, de donde sale el 60% del PIB de Honduras, ha quedado destrozado.

Pero Honduras ya era un país pobre antes de la llegada del agua. El lugar donde pasa todo esto lleva varios años apareciendo en la prensa mundial y nunca por nada bueno. Hace cinco años era uno de los países más violentos del mundo y desde hace dos es un gran expulsor de su gente. Casi cien hondureños dejan cada día su casa para intentar llegar a Estados Unidos, según la pastoral de movilidad humana.

Describir este panorama se puede hacer de dos formas. Con los informes de Naciones Unidas y el Banco Mundial, que confirman que seis de cada diez hondureños viven por debajo del umbral de pobreza o que cuatro de cada diez no tienen ni para comprar un plato de comida, lo que los organismos definen como “pobreza extrema”.

La otra opción es preguntar a Gagarin Chávez, un albañil flaco como un alambre, que mueve con destreza el remo por las calles de la colonia San Rafael por donde antes pasaba caminando. Bajo el agua quedó su casa, los muebles, la ropa, la televisión, la estufa, las camas y un reloj.

Cuando llega al patio de la escuela República de Honduras donde antes estudian los niños de su colonia amarra la barca en un aula donde los pupitres están amontonados y flota una pizarra con frases como: “Quien estudia se supera” o “respetemos el medio ambiente”. Gagarin, hijo de un nostálgico de la URSS, es uno de los pocos que sabía nadar cuando entre el 4 y el 14 de noviembre llegó el agua y a bordo de un refrigerador, dice que salvó a 15 niños. ¿Y qué es lo más lujoso que ha perdido? “El Rotoplas”, contesta sin dudar sobre el depósito de agua que tenía en el tejado. La miseria también se puede explicar con la cara de susto Fabiola Ulloa, una joven de 23 años a quienes los periodistas encuentran en la calle abrazada a su bebé solo unas horas después de que diera a luz en un camellón de la ciudad. Acaba de parir ayudada por sus vecinos en el mismo trozo de tierra rodeado de basuras en el que lleva viviendo desde que el agua la sacó de su casa sin un centavo y una inmensa tripa a punto de estallar.

Según el Foro de la Deuda Externa de Honduras (Fodesh), una organización no gubernamental dedicada a asuntos económicos, el país centroamericano retrocederá 20 años por los efectos de los huracanes y el estallido social es solo cuestión de días. “Ya están empezando a organizarse las primeras caravanas para salir del país”, dice el pastor Dany Pacheco en la Rivera Hernández, otra de las colonias anegadas. “Sin pandemia la situación era precaria y, si había alguna esperanza de salir adelante, se la llevó el agua”, dice el religioso caminando entre el barro y montañas de muebles destrozados por el lodo. “La migración me preocupa porque es una ruta peligrosa en la que los migrantes pueden morir pero también me preocupa el incremento que habrá de la violencia”, dice Pacheco acostumbrado a tratar con pandilleros, drogadictos y alcohólicos en uno de los barrios más peligrosos del continente americano debido al control que ejercen las pandillas MS-13 y la 18. El presente y el futuro pintan desoladores en un país al límite.

A la crisis social se suma la ambiental en la que Honduras está inmerso. En la última década, el país centroamericano fue el segundo más afectado por huracanes, tormentas o inundaciones según el Índice de Riesgo Climático (IRC) que elabora cada año Germanwatch. En todos los mapas elaborados por los expertos en cambio climático el golfo de Fonseca, en el sur del país, aparece pintado en rojo, y se prevé que pronto quedarán bajo el mar, al igual que Myanmar, Dominica o las islas caribeñas de Panamá. Este año la temporada de huracanes, la más dañina de la que se tiene registro, ha agotado las letras del abecedario latino y hubo que comenzar con el griego cuando llegó a 30 tormentas tropicales en un año, tres de ellas en los primeros días de noviembre. Según Enoc Reyes, responsable de la oficina de Cambio Climático del Gobierno, el panorama para Honduras en los próximos años no consiste en “frenar el cambio climático, sino cómo adaptarse a él”.

Desde hace días el Gobierno de Juan Orlando Hernández suplica por la ayuda internacional. Según sus cálculos necesitará 10.000 millones de dólares para la reconstrucción, pero hasta el momento ha recibido 75 para la atención inmediata. Según fuentes de la Unión Europea implicadas en proyectos de cooperación con Centroamérica, es muy difícil que en el actual contexto de pandemia vaya a aumentar esa cifra.

Las lluvias sobre Honduras tuvieron la mala suerte de comenzar el 4 de noviembre, un día después de que Joe Biden y Donald Trump se jugaran la presidencia. Estados Unidos, que se volcó en 1998 tras el Mitch y hasta aprobó un plan migratorio especial para los países afectados. Esta vez, sin embargo, toda la ayuda se reduce a un tuit del presidente electo enviando sus condolencias. España, que tradicionalmente era el segundo donante en la región, aportará menos de 350.000 dólares. Con este panorama la estrategia del Gobierno centroamericano es clamar por los famosos “fondos verdes” de la comunidad internacional, con el argumento de que Honduras paga las consecuencias del exceso de gases de efecto invernadero producidos por los países ricos.

En este contexto, la pandemia ha quedado reducida a una anécdota, pero sus efectos son todo menos eso. El departamento de Cortés, donde se ubica San Pedro Sula, está a la cabeza de la pandemia y tres de cada 10 hondureños contagiados del virus viven aquí, segun cifras oficiales. Por si fuera poco, “hemos encontrado un 35% de casos positivos en cada refugio visitado”, dijo tan ricamente el director de Salud de la ciudad, Juan José Leiva. Antes de los huracanes, debido a la pandemia, el 51% de las empresas formales del país habían cerrado o estaban a punto de hacerlo, según el Consejo Hondureño de la Empresa Privada.

El escritor Horacio Castellanos Moya describió en su libro Insensatez el estado anímico de Guatemala con una frase que escuchó a los indígenas que presenciaron las masacres militares de los años 90 cuando trataban de explicar la depresión en la que se encontraban y que hoy aplica para un país entero arrasado por el agua: “Yo no estoy completo de la mente”. En los últimos días, la organización Médicos Sin Fronteras solicita a través de inserciones en los principales periódicos de Honduras la urgente contratación de psicólogos para que atiendan a una población que no deja de mirar al cielo; unos para rezar, otros para saber si seguirá lloviendo y otros para saber de dónde viene tanta desgracia.

(El País)