Pese a que el COVID-19 es ante todo una crisis de salud, ha exacerbado las problemáticas que ya enfrentábamos antes como humanidad, tales como la pobreza e inequidad, nuestra vulnerabilidad ante desastres y enfermedades, y la fragilidad de nuestras cadenas productivas y alimentarias y de nuestras redes de seguridad social.

La pandemia global ha ocasionado que los mercados bursátiles de todo el mundo registraran su peor retroceso desde la crisis financiera de 2008, mermado las expectativas de crecimiento de los países (con una caída del PIB global de por lo menos 3.9% para 2020). En México se estima que la reducción sería de más del 6%, lo cual agudizaría la desigualdad y la pobreza.

También se espera que la pandemia elimine el 6.7% de las horas de trabajo a nivel global durante el segundo trimestre de 2020, el equivalente a perder 195 millones de empleos de tiempo completo, y que lleve a la pobreza al 8% de la población del planeta, lo que representaría un retroceso de 30 años en la lucha contra la pobreza. En México se pronostica que la cifra de empleos perdidos podría llegar a entre 1.2 millones y 2 millones, y que el país podría sumar entre 12 millones y 16.4 millones de nuevos pobres.

Por todo lo anterior, el desafío de salud actual nos obliga a reflexionar de manera profunda respecto a cómo operamos como sociedad. Históricamente, las crisis más severas han sido el escenario en el que se han generado las grandes revoluciones tecnológicas, económicas y sociales. El Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, describió la actual pandemia como “la crisis más desafiante que ha enfrentado la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial”, pues disparará una recesión “sin punto de comparación en el pasado reciente”, y una crisis de salud “nunca antes vista en los 75 años de existencia” de la organización que preside.
 

No son palabras menores. Hasta el 26 de mayo de 2020, a nivel mundial el nuevo coronavirus ha infectado a unas 5 millones 459 mil 528 personas y ha ocasionado la muerte de alrededor de 345 mil 994, de acuerdo con datos del Centro Europeo para la Prevención y el Control de las Enfermedades. La cifra es muy superior a todas las muertes en conjunto ocasionadas por la fiebre hemorrágica del Ébola, el Síndrome respiratorio de Oriente Medio (MERS) y el Síndrome Respiratorio Agudo Grave (SARS).

Ante este escenario crítico potencializado por la pandemia, los gobernantes mundiales, las grandes entidades financieras y las empresas han encendido la maquinaria para crear paquetes de estímulo que ayuden a apuntalar la economía. Por experiencias pasadas, sabemos que la urgencia por atender esta necesidad ineludible podría llevar a los grandes tomadores de decisión globales a intentar resolver la crisis de salud sin importar que ello pudiera exacerbar el deterioro del medio ambiente y la emergencia climática global.

Como mencionamos en un blog de reciente publicación: “atender los retos que el mundo ya enfrentaba antes de esta crisis sanitaria y construir mayor resiliencia resulta crucial, ya que esos retos no sólo condicionan nuestra capacidad de recuperación, sino la sostenibilidad de esa recuperación. En primera instancia, lo que esto implica es reconocer que la degradación ambiental y el cambio climático incrementan la propagación de enfermedades infecciosas como el COVID-19 y otras amenazas a la salud, nos hacen vulnerables a otros desastres y exacerban la pobreza y las condiciones de desigualdad social”.

Por ejemplo, el riesgo a morir por COVID-19 es mucho más alto para las personas que viven en zonas con altos niveles de contaminación del aire provocada por la quema de combustibles fósiles, de acuerdo a un estudio de la Universidad de Harvard, y los cambios en la temperatura y la precipitación podrían ampliar el rango geográfico del paludismo en algunas regiones, de acuerdo con datos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). También se proyecta que el cambio climático alterará el rango y la distribución de enfermedades como el Zika, Lyme, el dengue y el virus del Nilo Occidental.

Por el lado de la desigualdad y la pobreza, se sabe que las personas pobres son más vulnerables a tensiones vinculadas al clima, incluyendo enfermedades gastrointestinales durante olas de calor, inundaciones o estrés hídrico, disminución en el rendimiento de las cosechas, entre otros factores.

Además, atender una crisis de salud pública, pero abonar a otra (como la de la contaminación del aire) sería totalmente contraproducente: Casi 8.8 millones de personas mueren prematuramente cada año debido a la contaminación del aire, de acuerdo con datos de la estadounidense PNAS.

En México, si el país cumple con su objetivo de reducción de emisiones contaminantes inscrito en el Acuerdo de París, se evitarían cerca de 26 mil muertes de ahora a 2030, y más de 38 mil para 2050, y este número podría ser aún mayor si se establecen metas más ambiciosas.
 

Debemos construir un futuro próspero y equitativo, cuidadoso del medio ambiente y resiliente, que garantice el bienestar de la población tanto urbana como rural. En ese sentido, la prioridad inmediata de esta respuesta debería ser proteger a los más vulnerables y amortiguar los impactos de esta crisis en el resto de la población. Para ello, fortalecer las redes de seguridad social es esencial.

Existe evidencia de que es posible construir ese futuro. Por ejemplo, conforme se ha demostrado en diversos análisis de WRI, hace sentido social, económico y ambiental impulsar el desarrollo de las energías renovables, la eficiencia energética y la transición hacia una economía verde, compatible con el objetivo nacional de combatir la pobreza y asegurar la autosuficiencia energética. En 2019, las energías renovables representaron el 72% de la capacidad instalada de energía creada en 2019, con un crecimiento anual de 7.9%. Al 2050, las tecnologías en energías limpias y la eficiencia energética podrían generar 90 millones de empleos en el mundo.

Una acción climática audaz podría a su vez generar al menos 26 billones de dólares en beneficios económicos globales netos desde ahora hasta 2030, de acuerdo con datos de New Climate Economy, y si las empresas invierten en modelos de producción más sostenibles, ello se traduciría en ahorros, más inversión e innovación y la implementación de nuevas tecnologías, una mayor eficiencia, y la creación de empleos verdes.

Esta crisis obliga a ciudadanos, políticos, académicos, financieros, ONG y dirigentes empresariales a embarcarnos colectivamente en un viaje de transformación que nos lleve a un nuevo contrato social basado en el compromiso de aumentar el apoyo a los más vulnerables, la protección de los sistemas naturales de los que todos dependemos y una acción colectiva más eficaz para hacer frente a las amenazas comunes. Resulta imperativo y urgente entender que las medidas para hacer frente a la pandemia del coronavirus, la degradación ambiental y al cambio climático están ligadas, y que no se puede desatender a una sin que ello impacte en la respuesta a las otras.

En WRI, nuestro compromiso es ayudar a garantizar que la respuesta del mundo a la crisis del COVID-19 y a otras amenazas nos conduzca a su vez a la construcción de un futuro más próspero, más sostenible, más equitativo, más resiliente y que garantice un mayor bienestar a la población. Por ello, todas las oficinas nacionales que conformamos la organización nos hemos dado a la tarea de reevaluar nuestras actividades bajo el lema #BuildBackBetter, que hace referencia a nuestro deseo de recuperarnos en todos los ámbitos (económico, social, ambiental) con un énfasis en los principios antes mencionados.

En el caso del Instituto de Recursos Mundiales México, hemos capturado estos esfuerzos en nuestra campaña titulada “Revolución sostenible: diálogos para la recuperación, la resiliencia y la equidad”.

Durante las siguientes semanas, activaremos junto a varios aliados un diálogo multisectorial para la identificación de temas prioritarios y posibles líneas de solución consensuadas, a través de una oferta digital de paneles de alto nivel, conversatorios y mesas sectoriales. El resultado final de este ejercicio será la publicación de una hoja de ruta con esas posibles soluciones.

Puesto en palabras de Andrew Steer, CEO de WRI, como lo menciona en su posicionamiento institucional respecto a la crisis del COVID-19: “Las crisis pueden unir o distanciar a la gente. Pueden llevar al cinismo y a la pérdida de fe en las instituciones o a una comprensión más profunda sobre riesgos y a una determinación, no sólo de reconstruirnos, sino de mejorar”.