Por: La Primicia

Fotografía: Enrique Atáne

En el corazón de la gastronomía de autor, donde la pasión por la cocina se convierte en un lenguaje universal, CASA ARDA volvió a abrir sus puertas para una tarde sin igual. El sábado 22 de febrero de 2025, tuvimos el honor de ser parte de una experiencia exclusiva, un taller de paella que trasciende el simple acto de cocinar y se convierte en un ritual de sabor, tradición y maestría culinaria.

Desde el primer momento, el aire en CASA ARDA se impregnó de expectación. No era solo una clase de cocina, sino un viaje sensorial que comenzó con la selección de ingredientes frescos, continuó con la alquimia de los aromas y culminó en un festín digno de los paladares más exigentes. La atmósfera era cálida, casi familiar, donde cada asistente tenía un papel fundamental en la creación de este plato icónico de la cocina Española.

La experiencia comenzó desde cero, como un lienzo en blanco listo para ser impregnado con los colores y matices del Mediterráneo. Nos adentramos en la esencia misma de la paella: el respeto por la calidad de los ingredientes. Los tomates de una madurez perfecta, el azafrán de un aroma embriagador, el arroz de grano corto dispuesto a absorber cada matiz de sabor, los mariscos frescos aún con la sal del océano en sus texturas y las carnes seleccionadas con un ojo crítico que solo la experiencia puede otorgar. La elección de cada elemento no era arbitraria; era una declaración de principios culinarios.

Guiados por las manos expertas del chef Antonio Alcaraz de CASA ARDA, cada movimiento en el lugar era una coreografía precisa y apasionada. Con cuchillos que danzaban sobre las tablas de cortar y cucharones que revolvían con la paciencia de quien entiende que los grandes sabores requieren tiempo, la paella comenzó a cobrar vida. Los ingredientes se unieron en la gran paellera con una armonía que solo se logra cuando la cocina se eleva al arte. El sofrito chisporroteaba con un sonido que era música para los sentidos, y el caldo, infusionado con las especias, burbujeaba lentamente, prometiendo un bocado que sería una revelación.

Chef Antonio Alcaraz

Lo que hacía especial a este taller no era solo la técnica impecable ni la calidad innegable de los productos; era la magia del proceso, la conexión entre quienes cocinaban y la historia detrás de cada ingrediente. Cada participante no solo aprendió a cocinar una paella; aprendió a contar una historia con sabores, a respetar el tiempo de cocción, a esperar con paciencia a que el arroz absorbiera la esencia del caldo sin perturbar su descanso. La paella es un platillo que no admite prisas, que exige dedicación y que, en su esencia más pura, es una celebración de la vida compartida alrededor de la mesa.

Además, la interacción entre los asistentes y los chefs convirtió el taller en una conversación enriquecedora. Preguntas sobre técnicas, anécdotas sobre el origen de la paella y consejos sobre cómo recrearla en casa se entrelazaban con risas y complicidad. El fuego crepitaba suavemente bajo la paellera mientras se compartían secretos que solo la experiencia puede revelar: la cantidad exacta de líquido para un arroz perfecto, la importancia de no remover en exceso para lograr el socarrat ideal y el momento preciso para incorporar los mariscos sin que pierdan su ternura.

Cada detalle contaba. La disposición de los ingredientes en la mesa de trabajo no era aleatoria; respondía a una metodología que priorizaba la armonía visual y el orden necesario para una ejecución impecable. La paciencia era una virtud indispensable, pues el fuego lento permitía que cada sabor se integrara con precisión matemática. La pausa para degustar el caldo y corregir su sazón antes de verterlo sobre el arroz era un gesto casi ceremonial, un acto de respeto hacia la receta y su legado.

Finalmente, la espera culminó en un momento sublime: la presentación del resultado. La paella dorada, con su característico socarrat crujiente en la base, emanaba un aroma que envolvía la sala como una invitación irrefutable al deleite. Al primer bocado, los asistentes intercambiaron miradas de asombro y satisfacción: el equilibrio perfecto entre el umami del marisco, la profundidad de las especias y la untuosidad del arroz era, sencillamente, una obra maestra.

Pero el festín no terminaba con el primer bocado. La experiencia gastronómica se enriqueció con maridajes cuidadosamente seleccionados, desde vinos blancos afrutados que realzaban la frescura de los mariscos hasta tintos suaves que complementaban la profundidad de las especias. Cada copa alzada en brindis sellaba el recuerdo de una tarde excepcional, donde el placer de la comida se convertía en un motivo de celebración.

Entre risas, copas que se alzaban en brindis y conversaciones que se tejían entre los comensales, la tarde en CASA ARDA quedó grabada como una experiencia única. Más que un taller, fue un homenaje a la tradición, una oda a la gastronomía y un recordatorio de que la cocina, cuando se hace con pasión, se convierte en un acto de amor.

Para quienes tuvimos el privilegio de ser parte de esta experiencia, la paella nunca volverá a ser la misma. Ahora, cada grano de arroz contará la historia de una tarde en la que los ingredientes, el fuego y la paciencia nos enseñaron que el arte culinario es un viaje que se disfruta con todos los sentidos. CASA ARDA nos regaló algo más que una receta: nos brindó un recuerdo que perdurará en el alma de quienes compartimos la mesa.